Yo nací tarde, de casualidad y de pura “suerte”; y aunque de chico me hubiera gustado tener otro nombre (Juan Carlos, para que me dijeran Juanca, en vez de todas las cosas que me dijeron de chico), no puedo estar más que feliz con la intervención de mi hermana la mayora, en la elección de mi nombre. En honor a un Fabián, del que ella había estado enamorada, y había fallecido en un accidente, o algo así: trágico y romántico.
Con el paso del tiempo, además de recibir mucha atención femenina, comencé a negarme sistemáticamente a encajar. Supongo que fue la reacción natural a tanto mimo y malcriadez: exceptuando a mi abuela, que era mala, malísima -aunque todos la queríamos mucho-, nadie me decía que no. Como mi abuela era mala, malísima, cuando yo recibía un no por respuesta, de su parte, sabía que lo único que necesitaba era paciencia: cuando llegara mi madre, o alguna de mis hermanas, ya me consentirían, y me darían el sí, con el que yo me pavonearía delante de la señora. Con los años ella se iba a vengar, pero para eso todavía iba a pasar mucho: rejuntes, separaciones, viajes, nuevas vidas, vidas que se van, y un larguísimo etcétera.
El Fútbol… si, si, para allá voy. Yo iba a ser zurdo, así con las manos, para escribir y dibujar, y -esto lo sé ahora-, un poco también de ideas. Pero para evitarme problemas en el colegio, el hábito me fue corregido, en casa, apenas empecé a garabatear con los lápices.
(Disgresión: Y voy a reconocerlo, políticamente, seguí siendo un caso típico, apático, poco informado, abúlico, repetidor de discursos, áspero, pero fundamentalmente, lo que se dice, un contreras… es más, para no sentirme tan mal haciendo esta declaración, he de decir, en mi defensa, que a pesar de declararme de derechas en aquellos años, todo mi discurso -las convicciones morales, pues- era básicamente anarquista, así: con a minúscula, un rebelde sin causa. En fin, todavía tengo problemas con eso, pero ya hablaremos sobre política. Además, este, mi recorrer por el espectro político e ideológico, ha sido básicamente inverso al que hizo Varguitas, el del nóbel, ya saben. Por eso nomás, ya puedo morir en paz).
A lo que iba, por aquellos años, mientras mi personalidad iba formándose, no habían mujeres que jugaran al fútbol. No a mi alrededor, y seguro que no públicamente. Era casi-casi un pecado, pobres chicas. No jugaban ni al fútbol, ni a la política, las chicas. Bueno, salvo Thatcher, pero eso, dista incluso de ser un humano. En fin, nadie en mi familia, se dio cuenta que me quedaba un resquicio de zurdés. Y así nomás quedé. Pateando con la izquierda.
Unos doce años antes de que yo llegara al mundo, cuando mi hermana, la mediana, llevaba poco de nacida, ocurre algo que me han narrado y que en mi imaginario se convertiría en una foto:
Mi padre la lleva en andas. A la mediana y a la mayora: sus hijas. A su vez, él es llevado en andas, también, por un grupo de hinchas. El clubcito nuevo, nuevito, de segunda división, de algún puertito al norte, de bien al norte, sale campeón, y así pasa a primera, por vez primera, y bajo el capitanazgo de quien lleva a sus hijas en andas.
Yo sé que es verdad, no sé si hay una foto, o si lleva a las dos en brazos, o a una sola, o a la copa. Alguna vez había visto fotos, y seguro que hay todavía, por ahí, recortes de diario. Pero prácticamente no conocía a mi padre. El y mi mamá estaban separados desde antes que yo naciera: de ahí la casualidad. Incluso vivían en países diferentes, de ahí la “suerte”. Ella tenía 38 y él 39, de ahí que tarde. Y por eso es que yo había sido, casi casi, criado por as meninas.
El asunto es que se suponía, así, vagamente, sin sujeto determinado -no es que yo lo supusiera, pero también; no es que mi familia lo supusiera, pero también; todos creían/creíamos- que yo heredaría el talento: Se suponía… Y yo, que necesitaba, a mis seis o siete de esto, de ser un poquito más hombrecito tal vez, estaba convencido de ello: Yo era hijo de mi padre, e igual que él, sería un campeón (aunque fuera de segunda división).
Mayúscula fue mi (primera) decepción cuando ni siquiera fui convocado como suplente entre los jugadores de mi curso, que ni siquiera de la escuela.
Mi madre, no hallaba explicación: – Pero si tu eres hijo de tu padre, el gran campeón -decía. O yo lo leía en su mente. Y caminaba de un lado al otro. La verdad, a esas alturas yo quería conectar el Atari en la tele blanco y negro y ponerme a jugar, pero no me atrevía a preguntar. A ella, la idea, tal vez, le parecía más trágica que a mí. – Mañana -dijo decidida- vamos juntos a la escuela. Esto es algo que vamos a solucionar.
En la escuela, el profesor de deportes que la escuchaba con aburrimiento, pero con atención, y que cada cierto tiempo me miraba con pena, prometió que algo haría.
Además del torneo de fútbol, se organizaba una exhibición gimnástica, para los ‘malos para la pelota’. Y ahí quedé yo, gracias a la intervención de mi madre, porque si no, ni siquiera hubiera tenido que ir.
Seis o siete años, y la brillante idea de los profesores era que nosotros, las sobras del torneo de fútbol, nos disfrazáramos de osos, e hiciéramos una rutina -muy mal ensayada- con unas pelotas de plástico (que llevaban un sticker de los Thundercats en ellas).
Como, además de orgullosa, mi madre era pobre, y no pudo conseguirse el disfraz de oso -que cada padre se encargaría de comprar-, me puso uno de ratón: – Si total, se ve igual que un oso. Te ves precioso, y nadie se va a dar cuenta.
El bochorno debe haber sido inmenso, porque no tengo el más mínimo recuerdo de la situación: a los traumas de la infancia uno los bloquea.
Ese año, o tal vez el siguiente, dos días antes de cumplir los ocho años, mientras yo manejaba la bicicleta de un amigo, una camioneta llena de paltas (aguacates), me chocó. No me gusta decir que me atropelló, es muy exagerado. Me chocó, me hizo volar un par de metros, hizo mierda la bici de mi amigo, que pedaleaba con la mía a unos metros de distancia, y lo único que me pasó fue la fractura de la tibia… izquierda. (Ah, la tibia es un hueso que está así como a la altura de la canilla, en la pierna).
Veinte días después, estábamos subiéndonos al avión, -yo con un yeso que me dejaba los deditos del pie al aire, y llegaba justo hasta el final del muslo-, para irnos a vivir con mi padre, a un país nuevo, donde hacía calor (¡y no sabía todavía yo cuánto hacía!). Por fin tendría un padre, y ahora sí, yo aprendería a jugar al fútbol, y seguro, seguro, ¡sería campeón!
2 replies on “El Fútbol y yo (Parte 1)”
Qué incógnita! Cómo seguirá la historia?
Con lo del disfraz de ratón me hiciste acordar a una vez en un acto de la escuela, también, en que teníamos que llevar máscaras de estrellas. A pocas horas del acto lo único que consiguió mi papá fue una máscara de sol, enorme, desconmensurada. Hasta el día de hoy me acuerdo mi vergüenza, pero es probable que la culpa fuera mía por no haber avisado antes.
Saludos!
Jajaja, son horribles esos momentos de la niñez! 🙂